martes, 4 de junio de 2013

Relatos y escritos de nuestro aficionados. "Las lágrimas de Carlos", por Javier Hernández., participante del Curso celebrado en Albacete.




Javier Hernández en un soberbio muletazo durante el  tentadero celebrado en la ganadería de Daniel Ruiz, Albacete.




"Llegó a Albacete con su gorrilla, con sus cuarenta y tantos, con su maleta bien hecha por la costumbre de andar de aquí para allá como buen hombre del teatro. Un tren desde Barcelona le llevó a pisar la arena del ruedo que dominó Dámaso González. Y lo pisó como quien entra en el paraíso. Años y años de espectador en la Monumental, pagando diez talegos y más, domingo tras domingo, en una plaza que ya no es de toros, porque los toros ya no van a Barcelona, a su tierra.

Carlos es distinto. Es catalán y eso, por su condición de aficionado a la tauromaquia, lo convierte en un hombre que vive el toreo con dolor de alma, porque le han prohibido sentir lo que sentía, como al que de la noche a la mañana le prohíben escuchar la música que marca su ritmo de vida. Carlos, que ha subido a mil escenarios donde ha hecho reír y llorar, pisaba el escenario de los toreros donde se escenifica la vida y la muerte, donde se escenifica una historia donde, aquí sí, se vive y se muere de verdad.


Y llegó a Albacete, a su plaza de toros, a vivir el sueño del torero, a meterse en la piel de ese héroe que busca lo mismo que él, remover sentimientos, pero exponiendo su vida y su cuerpo. Carlos, el catalán del teatro, un torero más junto a sus compañeros: informáticos, electricistas, comerciales, guardias de seguridad, estudiantes y hasta parados. Todos metidos en la piel del toreo y a buscar el secreto, el miedo, la grandeza que guarda la embestida del bravo.


Tan virgen como el chiquillo que se afloja por primera vez entre las piernas de una hembra. Con esa inocencia agarró Carlos la muleta, sin saber nada más allá de lo que sus ojos de espectador habían retenido en las butacas plastificadas de la Monumental de Barcelona, domingo tras domingo. Sus ojos, bien abiertos. Sus oídos, una esponja. Su disposición, total. Todo es nuevo y todo es grande, tan familiar como lejano y añorado. Y una primera noche, donde Carlos se siente tan pequeño que ve imposible el sueño de torear.
Pero amanece. Y Carlos vuelve con su muletita, con su capotillo, con sus ganas locas y mil interrogantes. Doscientas dudas sobre el ruedo de Albacete. Por aquí, así, la pierna, la mano, los pies quietos y mueves los brazos sueltos y firmes. Son consejos e instrucciones de sus profesores, toreros sabios y reconocidos, profesores y maestros. Llegan los Amador, Manuel padre e hijo y hablan del misterio del toreo, de su estética, del arte. Como quien habla de las obras de teatro con las que trabaja Carlos a diario. ¿Cómo pueden hablar de arte cuando uno puede morir delante del toro? Interpretar, mover los sentimientos íntimos para remover los de los demás en una situación tan extrema como la de estar delante de un bravo.
Y Dámaso. Llegó el maestro, de hurtadillas, en silencio, con su pitillo entre los labios curtidos, cuando Carlos cogía la muleta como la cogen los que no la han cogido nunca. Dámaso, dios del temple, rompió esa barrera de lo correcto con un ponte tú a torear. Y de ahí, a una hora hablando del secreto de la muleta, de los vuelos, del cuerpo olvidado para concentrarse en el son del toro y la tela roja. Dámaso y Manuel Caballero, los dos en una lección muletera al alcance de pocos o de todos, al alcance de quien la desea de verdad. 


La comida, el compartir, lo imposible y la meta de mañana: torear. Torear, Carlos. Torear, hacer pasar a la becerra por delante de ti sin moverte, sintiendo y haciendo sentir. Lo imposible. Por eso volvió al trabajo de la tarde, a torear de salón imaginando la becerra pasando por su faja, despacio. Así, que el animal vea muleta y mueve la tela con tacto pero firmeza, le decían los profesores. Y las anécdotas del Niño Belén, joven banderillero, que fue novillero con premio en Madrid, incluso, tan semejantes a mil anécdotas suyas en los escenarios del teatro, pero tan diferentes, porque en las anécdotas de Belén existe la responsabilidad, como en las de Carlos, el respeto que infunde el público, como en las anécdotas de Carlos. Pero en las de Belén está el toro y el miedo que da el toro, que puede herir o matar. Torear, lo imposible para Carlos.


Dormir sin poder dormir, como el torero que juega todo a cara o cruz la tarde siguiente en un San Isidro. Repasando con la almohada las formas, los toques, la colocación, los vuelos, la voz… Son tantas cosas. Y saldrá la becerra, encima. Y salió en el cortijo de Daniel Ruiz, tras el viaje de 70 kilómetros, el viaje definitivo. 


¡Carlos! Era la voz de Dávila Miura. Era la voz que mandaba a Carlos cumplir con su sueño, con lo imposible.
Carlos miraba a la izquierda, a la derecha y hasta detrás. Buscaba, soñaba y hasta se inventaba que allí había otro Carlos. Nadie se llamaba Carlos, solo él. Soy yo. Mi turno. Y cogió muleta y espada, la montó sobre la derecha, despacio. Hay que ir. Despacio, de frente y adelante, como habían dicho y decían los profesores, aunque él ahora no oía nada, solo el resoplar de la erala y del miedo.
¡Jaaa! Y la becerra se arrancó para Carlos, para el catalán del teatro que dejó sus pies quietos, juntos como le vio a José Tomás, y su muleta por alto en uno, en dos… ¡en tres! Estatuarios y un cuarto, ya atacando roto y abandonado. No pudo más…


Con sus cuarenta y tantos, él, que había subido a escenarios elevados, con mucho más público que el que cabe en la intimidad de la plaza de tientas y apenas unos compañeros de miedos, rompía a llorar al guardarse en el burladero. Lo había hecho. Había removido todo el desgarro del aficionado prohibido por la política catalana, y había hecho sentir lo que llevaba por dentro delante de un animal bravo, sin hablar, solo moviendo sus brazos con la sensibilidad y la precisión que le habían enseñado los maestros del cursos. Había sentido el toreo y lo había hecho sentir. Recogió su maleta perfecta, sus trastos de torero tan pequeño y tan grande, y se volvió a Barcelona con el sentimiento del torero que llega a su pueblo tras abrir la puerta grande de Madrid.

P.D. Esta es la historia real de un curso del CAPT, cualquier parecido con la ficción no es más que pura coincidencia. Ahí están todos los que lo vivieron para contarlo. Y Carlos, que no lo olvidará jamás".


(Por Javier Hernández, Twitter @JaviHernandez76)

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